Bienvenido A Violet Hill

¡Hombre un turista!

La verdad es que no se ven muchos por aquí. Ya sabe esto es un pueblo tranquilo. Ni siquiera salimos en los mapas. Demasiado pequeños... ¡Pues mejor! ¡Que les den a todos!
...

¡Oh no... no! no se vaya todavía. Deberá disculparme. Mi mujer siempre me dice que debería pensar antes de abrir esta bocaza. Supongo que tiene razón.

¿Que cómo ha llegado aquí? ¿Quién sabe? Algunos llegan porque hace tiempo que nos andaban buscando, para otros en cambio es sólo cuestión de suerte.

¡De eso nada! Esta noche se quedará con nosotros. Dentro de poco oscurecerá y no es seguro ir por estas carreteras mal asfaltadas. Insisto.

Bien, si quiere puede ir a dar una vuelta por el pueblo. Dentro de una hora vuelva. Le estaré esperando con una cerveza bien fría y alguna historia que contar. Le aseguro que no se arrepentirá, mi mujer prepara los mejores guisos de la región.

Ya lo verá, lo pasaremos de miedo.

Deje que le cuente una historia



¡Ah, veo que has vuelto! Sabía que no podrías resistirte a los guisos de mi mujer jeje. Ven, siéntate aquí y coge una lata. Con este maldito calor es lo mejor que hay.

En fin, prometí contarte una historia y eso es lo que haré.

Ocurrió hace ya un tiempo. Era un chico joven que llegó por casualidad.

Sí, sí, ya ves que no eres el único. Pero bueno, vamos a lo que vamos.



¿Estás listo?...




Hacía dos semanas que se había escapado de casa. Cogió el coche y se perdió en la telaraña de carreteras que se cruzaban a su paso. Ni siquiera se molestaba en leer los carteles que indicaban las salidas que iba cogiendo. ¿Para qué? Lo único que quería era huir, alejarse lo antes posible de la pesadilla en la que se había convertido su vida.
No tenía dinero para alquilar una habitación ni en el motel más barato que pudiera encontrar, así que dormía en el coche. El incómodo asiento trasero le obligaba a despertarse cada tres horas con un fuerte dolor atenazándole el cuello. Con los ojos aún borrosos, conducía casi a ciegas, pero no importaba, se había adentrado en una carretera secundaria y no se había cruzado con ningún coche en muchos quilómetros. Si tenía un accidente él sería la única víctima.
Conducía día y noche, intentando no recordar, y sin embargo el asfalto le llevaba una y otra vez a tener los mismos pensamientos. Quería mirar hacía el futuro, saber hacía dónde se dirigía, descubrir qué sería de su vida ahora que estaba solo, pero lo único que hacía era mirar hacía atrás. Aquello de lo que había huido le atraía hacía él como un imán lo haría con un clavo oxidado.

Llevaba ya varias horas recorriendo aquella carretera sin encontrarse con ningún desvío. Ni un triste cartel que le diese alguna pista de dónde se encontraba. Detuvo el coche, salió del vehículo y miró a su alrededor. Nada. El paisaje era el mismo mirarse donde mirase; sólo prados y más prados. Lo único que rompía la monotonía de aquel mundo era el bosque que se divisaba a lo lejos. Daba la sensación que la carretera se adentraba en su interior y no parecía que hubiese otro camino, al menos ninguno lo suficientemente asfaltado como para que se atreviera a cogerlo con su viejo coche. Tenía dos opciones, dar media vuelta, o seguir y atravesar el bosque.
Nunca le habían gustado los bosques, desde pequeño siempre había tenido miedo de perderse y no encontrar el camino de vuelta, pero la idea de dar marcha atrás, de acercarse aunque sólo fuese un poco a casa… Además, ya no tenía un hogar al que regresar.
Volvió a entrar en el coche, subió un poco más el volumen de la radio y continuó su.

La carretera que cruzaba el bosque era increíblemente estrecha para ser de dos sentidos. Si hubiese encontrado algún coche en sentido contrario uno de los dos hubiese tenido que salirse de la calzada. Por suerte nadie parecía querer circular por entre aquellos gigantescos árboles.
Bajó la ventanilla para poder respirar un poco de aire fresco. La humedad que se condensada en aquel lugar logró que dejara de pensar en su casa. Ahora aquel bosque parecía ser su hogar. Nunca antes se había sentido tan bien como en aquel momento, conduciendo por una serpenteante carretera que se abría camino por entre los árboles que apenas dejaban pasar la luz. Por primera vez en su vida sentía que podía ser él mismo. Ya no tenía que fingir, al fin podía dejar a un lado el odio.
Circulaba despacio, disfrutando del paisaje. Aquel no era como los bosques que había cerca de la ciudad. Aquí podía escuchar el piar de los pájaros, las ramas quebrándose por el peso de lo que imaginó que sería algún ciervo buscando algo que comer. Aquel bosque estaba rebosante de vida. Tuvo la tentación de parar el coche y bajar a dar una vuelta por su interior, pero la idea de no volver a encontrar el camino de vuelta le hizo desistir en el acto. Aquel bosque era diferente, sí, pero los viejos miedos no se olvidan tan fácilmente. Apagó, puede que por primera vez en toda su vida, la radio del coche. No quería que nada pudiese romper la magia que envolvía aquel momento. Al fin había encontrado un sitio en el que poder sentirse libre. Tenía la sensación de ser el único ser humano en muchos quilómetros a la redonda y que la única compañía que podría encontrar era la de los animales que poblaban el bosque. Y aunque mucha gente encontraría tal idea algo deprimente, era justo lo que buscaba.

Sin embargo, el cielo empezó a oscurecerse rápidamente hasta convertirse en un grisáceo y espeso manto que apenas dejaba pasar la luz. Sean miró al cielo un instante y cuando volvió a posar los ojos en la carretera ya había dejado el bosque atrás.

Sean encendió la radio y la puso a todo volumen. Al parecer sólo había una emisora que retransmitiese por esa zona, pero daba igual, le gustaba el rock. La carretera continuó en línea recta durante algunos quilómetros, y pronto olvidó el viejo bosque que parecía encontrarse a varios días de distancia del coche. El tiempo seguía pareciéndole de lo más deprimente pero escuchar a los Rolling Stones le animó bastante. Pisó a fondo el acelerador y se dejó llevar por el sonido de la guitarra de Keith Richards. A lo lejos apareció un cartel, y detrás de este podían verse algunos edificios. Surgieron de repente, como si la tierra los hubiera escupido. Sean aminoró la marcha. Era el primer pueblo que encontraba en casi dos días de conducir sin parar, y lo último que quería era que el policía local le pusiera una multa por exceso de velocidad. Sólo faltaría que su padre hubiese denunciado su desaparición y le reconocieran. Aunque era poco probable. No se imaginaba a su padre preocupándose por alguien que no fuese él mismo. Sean detuvo el coche en el lindar del pueblo.
El cartel estaba hecho de madera pero el paso del tiempo no se había mostrado clemente con él y el verde de la pintura se desprendía en algunas zonas. Hacía mucho que aquel inerte anfitrión anunciaba la llegada al pueblo de Violet Hill, puede que desde su misma fundación. La verdad es que le pareció que sus medidas eran totalmente desproporcionadas para lo que pensó que debían ser cuatro casas desperdigadas en medio de la nada. «¡Joder!» Aquel cartel era enorme.
Sean metió la primera y condujo con precaución por la carretera hasta entrar en el pueblo y al hacerlo temió que fuera uno de los muchos pueblos abandonados que había en el país. Ni un solo movimiento en la calle, como si el tiempo se hubiera detenido por un instante. Sin embargo al pasar frente a la cafetería del pueblo vio que no era así.

A primera vista Violet Hill parecía un lugar tranquilo, uno de esos sitios que recomiendan los médicos para pasar una temporada después de un buen infarto. Nada de estrés, vida sana y aire puro. Aquel lugar reunía todas aquellas características y muchas más. Sean bajó la ventanilla y se disponía a bajar el volumen de la radio cuando esta empezó a emitir un estridente ruido de estática que le hizo fruncir el ceño. Al instante el ruido dejó paso a una emisora local. Sean intentó recuperar la emisora de rock pero fue inútil, al parecer la VH Radio era la única emisora que podía escucharse en aquel pueblo.
- ¡Estás escuchando la VH Radio tu emisora favorita! Vale, vale, ya sé que no podéis escuchar otra cosa pero tampoco lo necesitáis porque soy vuestro amado DJ y sé lo que os gusta. – dijo una voz juvenil que no dejaba de reír a través de los altavoces. - ¿Queréis saber cuáles son las actividades preparadas para…?
El locutor seguía hablando pero a Sean no le interesaban las actividades programadas, lo único que quería era detener el coche y salir a estirar un poco las piernas. Estaba agotado después de tantas horas metido en aquella cafetera. Además, parecía que las nubes no tardarían en desaparecer. Aquello consiguió animarle. Aparcó el coche en la calle, justo enfrente de una farmacia, a pocos metros de la entrada del pueblo y de la cafetería que había visto. Iría hasta allí a tomar algo, estaba hambriento.
Empezó a andar y nadie parecía haberse dado cuenta de su llegada. El pueblo estaba en el más absoluto silencio. Acostumbrado al incansable bullicio de la ciudad, Sean no pudo evitar sentirse algo inquieto frente a tanta paz. Fue como si las mismísimas casas le observaran caminar, como si tras cada ventana hubiera alguien espiando. Demasiado silencio para alguien que lo único que quería era desaparecer. Se sintió aliviado al entrar el la cafetería, al menos allí volvía a reencontrarse con el familiar murmullo de múltiples voces hablando a la vez. Era la hora de comer así que la cafetería estaba prácticamente llena. Todos los presentes le miraron cuando entró y las voces enmudecieron mientras aquellos ojos le examinaban. No veía recelo en sus miradas, sino más bien la sana curiosidad de un pueblo que no estaba acostumbrado a ver caras nuevas. Sean levantó la mano a modo de un tímido saludo y los comensales volvieron a ocuparse de sus asuntos.
- Buenas tardes. – dijo dirigiéndose al camarero.
- ¡Buenas tardes!- respondió este alegremente.
El hombre que había detrás de la barra era completamente calvo y llevaba un delantal blanco que cubría una prominente barriga.
- Deberás perdonarlos – dijo mirando a los clientes, - no solemos recibir muchas visitas por aquí. – Sean no dijo nada, aunque no es que le extrañase demasiado. - ¿Quieres alguna cosa?
- La verdad es que hace días que no como más que porquerías, así que…
- No me digas más. Le diré a mi mujer que te prepare la especialidad de la casa; alubias y costillas sazonadas. Te aseguro que están para chuparse los dedos.
- Seguro que sí. – dijo mirando la barriga de aquel hombre. Su mujer debía cocinar mucho y muy bien para alimentar semejante estómago.
- Siéntate dónde quieras. En cuanto esté lista la comida te la traigo. No tardará mucho.
El hombre entró en la cocina llamando a su mujer y pidiéndole que se esmerara porque tenían visita.
Sean se sentó en una de las pocas mesas que quedaban libre y se dedicó a observar a la gente que le rodeaba. Era una costumbre que había adquirido desde pequeño y que conseguía sacar de quicio a su padre. Antes de darse cuenta, el camarero, que resultó ser también el dueño de la cafetería, se encontraba junto a su mesa con una cerveza en la mano.
- Regalo de la casa. – dijo dejándola junto con los cubiertos.
- A eso le llamo yo una buena bienvenida. – dijo Sean con una amplia sonrisa. Dio un largo trago y las burbujas de la cerveza hicieron que le escocieran los ojos. – Bien fría, como debe ser. No puedes imaginarte cómo lo necesitaba.
- ¿Qué sería la vida sin cerveza?– Y después de un breve silencio ambos estallaron en una sonora carcajada que hizo que medio local se girara para mirarlos. – Bah, no les hagas caso. Bueno chico, ¿y qué te trae por nuestro pueblecito? – preguntó el hombre sentándose enfrente suyo.
- Supongo que la casualidad.
- Chico, la casualidad no existe.
- Pues no sé cómo he llegado hasta aquí. Ni siquiera sé dónde estamos.
- Supongo que estaba escrito que llegarás aquí.
- No creo en el destino. No me gusta pensar que alguien es tan cabrón como para haber escrito la mierda de vida que me ha tocado vivir.
- Cada uno es libre de pensar lo que quiera, aunque tal vez aquí puedas encontrar lo que andas buscando.
- ¡Jeff! ¡Maldita sea, Jeff! – gritó una mujer desde la cocina.
- Perdona chico, creo que tus costillas ya están listas. – dijo esbozando una sonrisa que sin embargo no se reflejaba en sus ojos.
El hombre se levantó y andó tambaleando el cuerpo de un lado a otro hasta detrás de la barra, donde, al cabo de unos segundos, reapareció con un plato repleto de alubias en una mano mientras que en la otra hacía equilibrios para que no se le resbalara una de las costillas de la bandeja.
- Tienen muy…
“Muy buena pinta” iba a añadir Sean, pero el camarero dejó ambos platos sobre la mesa y se apresuró a volver detrás de la barra. Ya no sonreía y le miraba con los ojos entrecerrados. Sean pensó que su actitud era un poco rara, pero no le dio más importancia.
Acabó con la comida casi sin darse cuenta, se levantó y se dirigió hacía la barra. El camarero le daba la espalda y se mantenía ocupado secando unas cuantas jarras de cerveza.
- ¡Oye, las costillas estaban increíbles!
El camarero se dio la vuelta y sus ojos desprendían un leve brillo de orgullo.
- Ya te lo dije, mi mujer es la mejor cocinera de Violet Hill. – dijo apoyando ambas manos sobre la barriga.
- ¿Cuánto te debo?
- Siete.
- Y además es barato. – añadió sacando un par de billetes de la cartera. – Por cierto, me gustaría quedarme un par de días, ¿Hay algún sitio donde pueda encontrar una cama a buen precio?
- Bueno, solíamos tener un hotelito, pero está abandonado. No hay mucha demanda por aquí ¿sabes?
- Ya…
- Pero supongo que el viejo Scott podría dejarte dormir en el cuarto de su hijo. Hace años que dejó el pueblo y al viejo le encantará tener a alguien con quien hablar.
- No es que tenga mucho dinero que digamos.
- Bah, no te preocupes por eso, dile que si te hace un buen precio le invitaré a una cervecita de vez en cuando. Nunca le dice que no a una cerveza, sobretodo si no es él quien paga. – dijo riendo y apretándose la barriga con más fuerza.
- Esta bien, pues me llevaré unas cervezas a ver si con un pequeño soborno…
Sean iba a salir de la cafetería cuando se dio cuenta de que no sabía la dirección de Scott.
- Por cierto, no me has dicho dónde vive.
- Ay esta cabeza mía. Ya lo dice mi mujer que me estoy haciendo viejo. Cuando salgas sigue por esta calle hasta llegar a la Av. Este, tuerce a la izquierda y es la prime… no, la segunda calle. Sí, eso es, es la casa que hace esquina. Le falta una mano de pintura pero creo que estarás muy cómodo allí. El viejo es todo un encanto, sobretodo cuando está un poco achispado. – el camarero rió como si estuviese recordando alguna anécdota graciosa, pero no se lo comentó.
- Por cierto cuanto te debo por las cervezas.
- No te preocupes, si te quedas por aquí volveremos a vernos.
- Bueno, pues… muchas gracias. – contestó algo confundido.
No estaba acostumbrado a que le fiasen sin ni siquiera conocerle, pero claro, aquello era un pueblo. Todo es diferente en los pueblos.
Sean salió de la cafetería cargando con un pack de seis latas de cerveza recién sacadas de la nevera y fuera todo seguía en silencio. Miró a un lado y a otro pero no pudo ver a nadie, tan sólo un perro que cruzaba la calle principal con el morro pegado al suelo, siguiendo, tal vez, el rastro de algún gato o de algo que pudiera comerse. Sean se subió al coche y siguió las indicaciones que Jeff, el camarero barrigudo y de humor cambiante, le había dado.
A sean todas las casas le parecían exactamente iguales unas a otras, pero había una que necesitaba un urgente lavado de cara. Reconoció la casa de Scott en cuanto la vio. Estaba hecha de madera, como casi todas las demás, pero, al igual que el cartel de la entrada, aquella parecía llevar años sin que nadie le prestase la menor atención. Sean aparcó frente la casa, cogió las cervezas y llamó al timbre de la vieja casa encantada. Esa fue la impresión que le dio a medida que se acercaba.
Al cabo de unos segundos en el que el silenció se hizo aún más patente, la puerta se abrió con pesada lentitud. De ella emergió el viejo Scott, que parecía tener cien años, aunque llevados con mucha vitalidad.
- ¿Síííííí? – preguntó el anciano con una voz entre cómica y chillona.
- Hola, yo… Verá, estoy buscando un lugar donde pasar la noche y Jeff, el de la cafetería, me ha dicho que quizás usted…
- ¿Qué tienes allí muchacho? – preguntó bajando la mirada hasta las latas que Sean sostenía. - ¿Cerveza?
- ¿Le apetece una?
- ¡Claro que sí muchacho! ¡Pasa, pasa!
Ambos entraron en la casa que estaba prácticamente a oscuras a pesar de que fuera hacía sol. Sean cerró la puerta tras de él y se dio cuenta de que había un aroma fuerte y extraño que parecía apoderarse de toda la casa.
- Perdona la oscuridad chico, pero mis ojos… ya sabes, no son como los tuyos y me molesta mucho la luz.
- No se preocupe.
- También te molestará si llegas a mi edad, ya lo verás. – continuó farfullando Scott.
El anciano le llevó hasta el salón y allí el olor se intensificó. Era fuerte, pero fresco, extraño, aunque reconfortante. El olor provenía de una multitud de jarrones que contenían plantas que nunca había visto antes. Aquellos jarrones estaban por todas partes; podía ver tres de ellos sólo en el salón. Vio otro más cuando Scott entró en la cocina para coger algo para acompañar la cerveza, y estaba seguro, por cómo olía, que encontraría más en las otras habitaciones. Scott regresó con una bolsa de patatas (sin sal) y frutos secos.
- Es lo único que tengo, muchacho. No esperaba visitas.
- No se preocupe. Por cierto, qué tipo de planta es esa. – dijo abriendo una cerveza y señalando el jarrón que descansaba sobre la mesa.
- Muchacho, esa es una planta que sólo crece en las tierras que rodean este pueblo. Yo la llamo flor de Mischi.
Podría ser que aquella planta sólo creciese por esa zona, aunque Sean dudaba mucho que aquel hombre hubiese salido del pueblo alguna vez en su vida para comprobarlo.
- ¿Flor de Mischi? – repitió.
- Sí, es lo único capaz de quitar el olor a gato. Aquí siempre huele a gato. Siempre. – el hombre parecía estar ausente, con la mirada perdida.
Y de la nada, como si se la hubiera invocado, apareció una gata negra caminando pesadamente. Estaba demasiado hinchada como para pasar desapercibida y Sean no consiguió ver ni un solo atisbo de la famosa agilidad gatuna.
- Mischi esta preñá. Ya no le queda mucho, cualquier día de estos… BOUM, y ya estará lista. Ja ja.– fue cómico ver al viejo gesticular y reír de la manera en que lo hacía, casi como si fuera un niño.
Scott se sirvió una cerveza y ambos se sentaron en el sofá. Con la lata en las manos el hombre parecía haber rejuvenecido veinte años. Ahora se mostraba orgulloso y sus ojos brillaban en la oscuridad con renovada juventud.
- ¿Habías dicho algo de quedarte en el pueblo? – preguntó el viejo.
- Sí, estoy de viaje y había pensado quedarme un par de días a descansar. Tienen un pueblo tan tranquilo…
- Bueno tampoco te creas, también pasan cosas en Violet Hill, no te vayas a pensar que todos son unos viejo acabados como yo.
- Yo… no pretendía…
- No hace falta que te disculpes muchacho, sé que no me queda mucho, pero ha sido una vida larga. Además, aún me quedan un par de ases bajo la manga. – dijo guiñándole el ojo. – ¿Así que Jeff te ha dicho que podrías pasar la noche aquí? – Sean asintió con la cabeza. Scott dio un largo y sonoro sorbo a la cerveza y se quedó en silencio observándole. – Está bien, puedes quedarte, pero esto no es ningún hotel muchacho, así que tendrás que seguir algunas normas. A mi edad uno tiene ciertas manías.
- Lo entiendo pero… no tengo mucho dinero.
- Por favor chico, nunca aceptaría tu dinero. – la voz de aquel hombre se había vuelto suave, agradable, y Sean pensó que así podría haber sido el abuelo que siempre soñó tener. – Pero tu cerveza… ja ja, a eso sí que no le diré que no. Ja ja.
- ¿Quiere otra? – peguntó Sean
- Eso ni se pregunta. – y ambos empezaron una nueva lata. – En fin muchacho, es hora de mi siesta. Te resumiré cuáles son las normas de la casa; evidentemente no molestes a la pobre Mischi, en su estado no le convienen los sobresaltos. En segundo lugar nunca, repito, nunca, bajes al sótano. Allí guardo cosas de gran valor sentimental, viejas fotos que no interesan a los jóvenes como tú. Y por favor, no enciendas las luces ni corras las persianas. Es por mis ojos, recuerda que este anciano ya no tiene tu edad. Coge este farolillo servirá para que no te rompas una pierna bajando por la escaleras. Esas son mis condiciones, aparte de eso puedes entrar y salir cuando te plazca, coger lo que quieras de la nevera e ir a comprar todas las cervezas que quieras. – al anciano le brillaron aún más los ojos al mencionar el alcohol
- Me parecen del todo razonables, sobretodo la referente a la cerveza. – Scott rió.
- Bien muchacho, bien. Ahora iré a echarme un rato, cuando despierte te prepararé algo de cena y charlaremos sobre este viaje tuyo. Puedes coger cualquiera de las habitaciones del segundo piso, las camas siempre están hechas. Una vieja costumbre que me inculcó mi mujer que en paz descanse.
- Gracias.
Scott salió del salón, abrió una de las puertas que había en el pasillo y bajó las escaleras que llevaban hasta el sótano. Sean lo vio y pensó que el recuerdo de su esposa le había obligado a ir a repasar alguno de los álbumes de fotos que había guardados allí. Sean tenía la maleta en el coche, pero estaba cansado y le apetecía tumbarse un rato. «Ya la recogeré luego, no creo que nadie vaya a robarme los calzoncillos.»
Subió a oscuras, con el farolillo sin encender, y se metió en la primera habitación que encontró. La cama estaba hecha, tal y como le había dicho Scott, y sobre la cama reposaban más Flores de Mischi, aunque estas estaban secas. Sean las dejó sobre la mesilla de noche junto con el farolillo y su olor se le pegó a las manos. Se echó sobre la mullida cama y cerró los ojos.

Sean era mucho más joven, siempre lo era en sus sueños, y su madre estaba tumbada sobre la cama. Llevaba así más de tres meses. Sin moverse, casi sin poder hablar, los médicos no sabían qué le pasaba, o al menos a él nadie se lo había dicho. Desde el piso de arriba podía oír a su padre hablando por teléfono con una enfermera que tendría que venir a cuidar a su madre. Sean era demasiado pequeño, su padre tenía que trabajar y el estado de ella había empeorado demasiado en las últimas semanas como para poder dejarla sola mucho tiempo.
Sonido de pasos en la escalera.
- Sean, sal un momento. – dijo su padre casi sin mirarle.
Sean lo hizo, siempre lo hacía. Él y su padre nunca habían sabido conectar y sólo su madre lograba hacer que la familia se mantuviera unida. A pesar de estar postrada en una cama siempre sabía calmar los ánimos entre los dos. Al final Sean había optado por obedecer ciegamente cualquiera que fuera la orden dada por su padre, lo último que quería era discutir con él, eso hacía que su madre empeorara un poco más.

La enfermera nunca llegó a trabajar en la casa. Su madre murió dos días después de aquella llamada. Murió durante la noche, en silencio, sin intención de preocupar a nadie, como siempre había hecho en vida. Sean lloró, su padre lloró, y algo se rompió en la familia, algo que ya nunca más podría volver a unirse.
A partir de ese día las discusiones entre padre e hijo fueron constantes. Dijeran lo que dijeran, hicieran lo que hicieran, siempre terminaban gritándose. Incluso la más absurda de las situaciones era potencialmente peligrosa, como una bomba que ha fallado pero que puedo estallar en cualquier momento arrancándote la mano si eres tan estúpido como para acercarte a ella.
Sean quería a su padre, pero para él no era más que un desconocido que le daba ordenes y para el que, hiciera lo que hiciera, nunca era suficiente. Aún así el recuerdo de su madre aún conseguía mantenerlos juntos. Hasta que su padre encontró a otra.
- Sean, esta noche vendrá Rose a cenar, así que haz el favor de comportarte. – dijo su padre con la cabeza metida en el periódico.
- ¿Cómo puedes estar con ella?
- No empieces otra vez. Esta historia empieza a cansarme.
- ¿Y mamá? Dime, ¿Y mamá?
Sean empezaba a levantar la voz, había algo que se removía en su interior cada vez que su padre nombraba a Rose. Sentía la acidez de la traición en la lengua y quería escupírsela a su padre a la cara para que se diera cuenta de que aquello no estaba bien.
- ¡Mamá está muerta, joder! ¡Lleva dos años muerta! – su padre arrojó el periódico lo más lejos que pudo y se levantó de la mesa.
- No pienso cenar con ella. No quiero ni verla.
- ¡Cenarás porque lo digo yo!
- No.
Ambos se miraban fijamente a los ojos con el semblante de aquellos duelos entre vaqueros que aparecían en las películas de la tele, pero las armas que allí utilizaban eran más peligrosas que los revólveres. Lo que dijese cada uno en ese preciso instante podía cambiarles la vida para siempre, y ambos lo sabían.
- Si no cenas con nosotros esta noche no te molestes en volver.
Su padre disparó primero y aquella bala dio de pleno en el orgullo que Sean había heredado de él.
- Pues no volveré.

Sean despertó con un cabreo considerable. Se removía inquieto sobre el colchón sin saber muy bien qué hacer. Aspiró con fuerza y el olor de las plantas logró apaciguar su espíritu. Se levantó, corrió un poco las persianas y descubrió que fuera ya era de noche. ¡Había dormido toda la tarde! Volvió a cerrar la cortina, tal y como Scott le había pedido, y bajó a ver si el viejo estaba levantado o si le había dejado algo para cenar.
Al llegar al piso de abajo fue directamente hacia la cocina, pero Scott no estaba allí y tampoco parecía que hubiese comida por ninguna parte. Mischi apareció con su enorme barriga y empezó a restregarse contra su pierna. Levantaba la cola y emitía suaves ronroneos mientras entornaba aún más los ojos.
- Eso es que le gustas. – dijo Scott a su espalda.
- Pues eso parece. Me he quedado dormido, lo siento.
- ¡Oh, no te preocupes! Es por la Flor de Mischi; es relajante. Yo suelo prepararme una infusión con algunas hojas antes de irme a dormir, ayuda a que no me despierte a media noche. Odio despertarme a media noche.
Sean pensó que el anciano volvía a parecer demasiado viejo y que cuando hablaba parecía que no se diera cuenta de que él estaba allí. Y no pudo evitar pensar en su padre.
- Creo que no nos hemos terminado todas las cervezas ¿Te apetece que nos tomemos una y veamos algunas viejas fotos? – propuso Scott.
- Claro, me encantaría.
- Bien… bien. Tú prepárate algo de cenar mientras voy al sótano a buscar el álbum.
- ¿Quiere que le prepare algo?
- No, no, yo cenaré más tarde. ¿Verdad Mischi? – la gata ronroneó mientras Scott le acariciaba la cabeza. – Sí, yo cenaré más tarde, ahora es tiempo de recordar.
Scott desapareció de la cocina y Mischi intentó seguirle pero cada vez le costaba más caminar. Sean no podía evitar pensar que aquel hombre parecía enfermo, como si perdiese la noción de las cosas. «Demencia senil.» Pensó. O tal vez sólo fuese la manera de actuar de un anciano que se había acostumbrado a tener a Mischi como única compañía.
Sean preparó un par de bocadillos con jamón, supuso que al final Scott se comería uno, y sino sabía de uno que daría buena cuenta de él.
Scott no tardó en volver con un pequeño álbum de fotos abrazado junto al pecho. Se sentaron en el sofá del salón y Scott encendió una lámpara que previamente había cubierto con un pañuelo para atenuar la intensidad de la luz. Sean se sentó a su lado y fue comiendo mientras el viejo le contaba alguna de las historias que se escondían tras aquellas fotos.
- Mira, esta era mi mujer, Rachel.
Scott le mostraba una fotografía en blanco y negro con los bordes amarillentos por la humedad del sótano. En ella aparecía él con un elegante traje oscuro junto a una bella mujer de pelo rizado.
- Era muy guapa.
- Ya lo creo que lo era. – a Scott empezaron a brillarle los ojos. – Era la chica más guapa del pueblo. – Sean intuyó que una lágrima amenazaba con escaparse.
- Y parecían muy enamorados.
- Y aún lo estamos. Bueno, ella murió al nacer mi hijo, pero yo aún la sigo amando como si estuviera viva. No ha habido ninguna otra mujer en mi vida, y te puedo jurar que han pasado muchos años desde que se fue. A veces creo que demasiados.
- No diga eso hombre, si a usted aún le queda cuerda para rato.
- Mientras haya cervezas... – dijo con una media sonrisa que intentada disimular lo mucho que la echaba de menos. – Cada noche bajaba a mirar las fotos, hablaba con ellas, tanto que debo reconocer que a veces me olvidaba que mi hijo sí vivía. Al final, cuando Bret se fue, decidí bajar una cama al sótano y convertirlo en mi cuarto, así puedo dormir con ella.
- Eso es muy bonito. – aunque en realidad Sean no entendía por qué no había subido las fotos a su cuarto en vez de obligarse a dormir allí abajo, pero decidió que aquello no era de su incumbencia. – Siento lo de su esposa. – y eso sí que lo decía de corazón.
- Hizo aquello para lo que Dios la creó, dar a luz a un precioso niño. Es más de lo que muchos pueden decir.
- Es una hermosa manera de ver las cosas.
- Es la única. – y los ojos del anciano resplandecieron con más dureza que nunca.
- ¿Y… y qué fue de su hijo? ¿Aún vive en el pueblo?
- No, Bret abandonó Violet Hill hace ya muchos años. No sé dónde vive, ni siquiera sé si sigue vivo. Nunca llama, nunca escribe, aunque supongo que es culpa mía.
- No diga eso, un hijo no debería abandonar así a su padre. – y decir eso le produjo una punzada en la boca del estómago. Pero aquello no era lo mismo, su caso era diferente, aquel era un buen hombre. ¿Y su padre… era un mal hombre? Sean se sentía demasiado confundido como para pensar en eso. - ¿Ese es Bret? – dijo señalando otra de las fotos.
- Sí.
- Se le parece mucho.
- Es verdad, nadie podrá decir que no es hijo mío. – respondió el hombre dibujando una amplia sonrisa y acariciando la fotografía.
- ¿Se encuentra bien?
- Es bonito recordar. ¿No crees? – Sean no contestó, él quería olvidar. – A veces siento que por las noches se mueve y me habla.
- ¿Su mujer? Mi madre me dijo antes de morir que mientras la recordase siempre estaría conmigo. Seguro que su esposa está ahora con usted.
- Oh sí, de eso no tengo la menor duda. Siempre estaremos juntos, nos quisimos demasiado para que algo tan insustancial como la muerte pueda separarnos. -Scott seguía esgrimiendo aquella sonrisa totalmente neutra que había adoptado al hablar de su hijo. – Siempre juntos.

Nadie habló y el tiempo fue pasando mientras la mente del viejo estaba perdida entre las páginas de aquel álbum. Sean no sabía qué hacer, y desde luego no quería seguir con aquella conversación. La muerte era un tema que prefería no tratar, y menos con un anciano al que no conocía absolutamente de nada, pero tampoco vio adecuado levantarse y marcharse. Tal vez Scott ni se diera cuenta, teniendo en cuenta el estado en el que parecía estar, pero de todas formas no lo vio apropiado. Aquel hombre le había ofrecido su casa y un poco de compañía era lo mínimo que podía darle, aunque se sintiese incómodo, aunque lo único que quisiese fuese salir corriendo de allí, emborracharse, vomitar, y dormir la mona en cualquier parte. No había sentido tal necesidad de beber desde después del funeral de su madre, cuando, al llegar a casa, se dio cuenta que a partir de ese instante sólo estarían su padre y él. Pero no lo hizo, se quedó allí junto a Scott y esperó en silencio.
Al final fue el viejo quien se levantó rompiendo así el incómodo silencio.
- Muchacho, creo que ya va siendo hora que cerremos el baúl de los recuerdos y vayamos a dormir. – Scott dio media vuelta y empezó a recorrer el pasillo que le llevaría hasta el sótano.
- Claro. – fue lo único que Sean respondió pero Scott ya había desaparecido por las escaleras cerrando la puerta tras de sí, y al hacerlo Sean creyó escuchar el apagado clic de una llave girando en la cerradura.
Sean se dio cuenta que estaba en un pueblo perdido de la mano de Dios, sin dinero y durmiendo en casa de un viejo chiflado que se encerraba con llave en el sótano para dormir. Y no pudo evitar echarse a reír. «Menuda aventura.» Se levantó, subió a su habitación, y se quedó dormido en cuanto sintió el calor de la manta envolviéndole.

En el piso de abajo alguien dio un portazo. Después silencio. Sean, curioso, salió de su habitación y asomó la cabeza por las escaleras. En el piso inferior todo seguía a oscuras y sólo un pequeño rayo de luz proveniente de la calle iluminaba la estancia. Mischi emitió un aullido aterrador desde algún lugar entre aquella oscuridad, pero Sean no fue capaz de ver dónde se encontraba el animal que parecía estar sufriendo el peor de los tormentos. Cuando sus ojos se acostumbraron por fin a la oscuridad descubrió que la puerta del sótano estaba entreabierta. Aunque desde donde estaba no podía ver qué había en su interior.
Fue bajando los escalones, uno a uno, deteniéndose a cada paso a escuchar el silencio. ¿Qué debía estar haciendo Scott en el sótano? ¿Por qué siempre cerraba con llave? ¿Y por qué esta vez había olvidado hacerlo? Cuando se encontraba ya a medio camino del sótano escuchó un sonido parecido al de una sierra cortando algo duro, seguido por la viscosa marea de algo que no sabía describir. Su mente empezó a imaginar, a crear formas a partir de la nada, y el sonido parecía aumentar a medida que su mente creaba. Se sentía atraído hacia aquel sótano en el que la oscuridad era tan espesa que temía no poder atravesarla.
Fue entonces cuando de la nada surgió una leve brisa que le heló la sangre y cerró la puerta del sótano con un estruendo que hizo que toda la casa temblara bajo sus pies. En el interior de la habitación sellada Mischa volvía a chillar, aunque a Sean le pareció que estaba más próximo a un grito humano que al maullar de un gato.

Despertó bañado en sudor y respirando con dificultad, escudriñando el silencio en busca de cualquier sonido que pudiera resultarle extraño, pero fue inútil, la casa estaba en la más absoluta calma, y aquello le resultó aún más aterrador. Fuera aún era de noche, aunque en aquel piso la noche parecía no terminar nunca. «¿Qué deberá estar haciendo el viejo?» Sean se levantó y se quitó la camiseta mojada. Sabía que aquella no era la mejor forma de pasearse por la casa, pero su maleta aún estaba en el coche y no quería que la humedad se le pegara al cuerpo. Se secó lo mejor que pudo con la sábana y salió de la habitación. Bajó para ver si Scott estaba despierto, y si no lo estaba se tomaría una cerveza antes de volver a la cama. Sean pensaba que nunca iba a necesitar tanto un trago como en aquel momento. Se equivocaba.
- Mischi, Mischiiiiiii. – llamaba Scott.
«Parece que está levantado al fin y al cabo.»
- ¡Mischi, maldita sea, ven aquí! – su voz se había vuelto más grave y autoritaria, aunque seguía hablando entre susurros.
Sean se quedó quieto sin atreverse a bajar las escaleras. Había algo en esa voz que llamaba a la gata que no cuajaba con la imagen que se había formado de Scott, que desde el primer momento le había parecido un viejecito encantador cuya única preocupación era poder tomarse una cerveza de tanto en tanto y mirar las fotos de su difunta esposa. Pero aquella voz que caminaba entre las sombras del primer piso mezclaba la ira con tintes de tristeza. Sean nunca había escuchado nada igual. La sombra del viejo surgió de la puerta que daba al sótano y se perdió en el interior de la cocina. Sin pensárselo dos veces Sean bajó las escaleras en silencio hasta llegar al sótano.
En el interior, el olor a Flor de Mischi era mucho más intenso, tanto que le dio un vuelco el estómago y la acidez de las arcadas impregnó su lengua. Fuera Mischi maullaba, aunque no de la misma manera en que lo había hecho en su sueño, pero no le prestó atención, lo único que le interesaba era el sótano en el que se encontraba.
Resultó ser mucho más grande de lo que se había imaginado, aunque la mayor parte de él se encontraba totalmente a oscuras. Sólo había una pequeña lámpara encendida, cubierta, como no, por una fina tela que dejaba pasar la luz que iluminaba una mesa de proporciones descomunales. A su derecha, una pesada cortina partía el sótano en dos. Sobre la mesa Sean vio algunas herramientas que resplandecían contrastado con la oscuridad. La mayoría de ellas tenían aspecto de ser muy viejas, pero sin duda parecían estar bien afiladas. Sean no sabía para qué podría usar todo aquello el viejo, y tampoco intentó imaginárselo. Había algo más en el borde de la mesa, algo que no había visto al principio porque la luz apenas lo iluminaba. Sólo los ojos de la gata sobresalían de la oscuridad.
- ¿Mischi? – pero el animal no se movió, se quedó quieto, clavando sus rasgados ojos sobre él.
- Esa no es Mischi, muchacho. – dijo Scott a su espalda.
Al darse la vuelta sobresaltado vio que el viejo llevaba a la gata debajo del brazo. El animal se removía intranquilo, pero sus intentos por zafarse fueron reprimidos con un único golpe en el hocico. Mischi cesó en su empeño y se dejó llevar con docilidad.
- Se había escapado, pero no lo volverá a hacer. ¿Verdad Mischi? – Scott no dejó de mirar a Sean y este esperaba que el viejo le preguntara qué hacía en su sótano después de haberle dicho que no lo bajara, pero no se lo pregunto. – Como puedes comprobar esa no es Mischi – dijo señalando el gato que había sobre la mesa. – Es su madre.
- ¿Su madre?
- Era una buena gata, muy buena. Por eso la disequé al morir, para que nos hiciera compañía. - Scott dejó a Mischi sobre la mesa. – Mischi va a dar a luz.
- ¿Ahora? ¿Có… cómo lo sabe? – a Sean empezaba a temblarle la voz.
- Porque se lo voy a provocar. – dijo con una amplía sonrisa que dejaba al descubierto todos sus dientes mientras cogía un bisturí que había entre las herramientas.
Sean no podía moverse, el terror le había paralizado. Le ocurría lo mismo cuando su madre sufría alguno de sus ataques. Podría haberse muerto frente a sus ojos y no hubiese sido capaz ni de llamar a su padre.

Con un movimiento demasiado rápido para su avanzada edad, Scott cogió a Mischi por el pescuezo, la puso patas arriba y le cortó el abultado abdomen de un solo tajo. La gata chilló, y de nuevo Sean volvió a pensar que aquel grito parecía más humano que animal. Por suerte para todos, el parto fue rápido. Rápido y sucio. La madera de la mesa había sido engullida por una marea roja que parecía no tener fin. Se movía lenta, viscosa, resbalando por el antebrazo del viejo que depositaba las crías sobre la mesa.
- No te preocupes, siempre sobrevive alguna. – le dijo limpiándose la sangre de las manos en los pantalones.
Los ojos de Sean permanecían pegados al cuerpo inerte de la pobre Mischi.
- Ha sido una buena gata. La disecaré y la pondré junto a su madre. Se lo ha ganado.
Scott parecía apenado
- ¿Por… por qué? – fue lo único que Sean logró decir.
- Porque todos tenemos que hacer lo que tenemos que hacer. Su misión era la de engendrar una nueva vida, la mía es hacer que sufra lo menos posible.
Una de las crías empezó a moverse. Scott la envolvió con cuidado en una manta y tiró las demás a un cubo que había sacado de debajo de la mesa.
- Lo ves, la vida se abre camino a través del dolor. ¿No es preciosa? Mischi… - susurró mientras acariciaba con el dedo la húmeda cabeza de la cría. – Cuántos recuerdos… - Sean seguía sin poder creerse lo que había ocurrido en los últimos minutos. Lo veía todo con la lejana sensación de que aquello no era más que una pesadilla de la que pronto iba a despertar. – Rachel tuvo complicaciones en el parto… - Scott empezó a llorar. – Treinta y seis horas tardó en dar a luz a Bret, treinta y seis horas de un horrible dolor. Sangraba, sangraba mucho y yo no sabía qué más hacer. Recé, recé como nunca antes lo había hecho, incluso deseé que todo aquello parara, que mi hijo muriera y ella se salvara. Pero cuando nació, cuando le cogí en mis brazos ella ya estaba muerta. Una luz se extingue y una nueva se ilumina. La vida es así de sencilla. Pero juré que nunca más permitiría que nadie a quien quisiera pasara por lo mismo que la pobre Rachel.
Sean podía ver el brillo de la locura abrirse camino a través de la oscuridad de aquel sótano. Empezó a correr hacía las escaleras pero tropezó con algo que se ocultaba en la oscuridad. Scott se puso encima de él y apoyó el bisturí en el pecho del joven.
- ¡No…no me mate! Por favor. – suplicó Sean.
- Sólo quiero enseñarte. La vida es una lección constante y quiero saber si esta la has aprendido. Me caes bien muchacho, por eso quiero darte lo que nunca nadie me dio a mi, la oportunidad de mirar al pasado y enmendar mis errores. Dime muchacho, ¿has aprendido la lección?
- Ssssí. – dijo Sean entre llantos y cerrando los ojos convencido de que aquel viejo chiflado iba a destriparle como a la pobre Mischi.
- Bien, muchacho. Bien. – dijo Scott levantándose y regresando junto a la cría que aún se removía intranquila dentro de la manta.
Al verse liberado, Sean corrió hasta el coche y no tardó en dejar Violet Hill atrás. Lo único que quería era volver con su padre.
Estuvo llorando hasta que llegó a su casa, y tardó algunos días en encontrar el camino, pero al ver la preocupación en el rostro de su padre supo que iban a tener una nueva oportunidad para hacer mejor las cosas. Además, después de lo que había visto, le pareció que Rose no podía ser tan mala después de todo.

En el sótano de la casa el viejo Scott empezaba a extraer los órganos de la gata para poder disecarla.
- ¿Qué, cómo dices? … No te preocupes cielo, sólo le he asustado un poco. Tenía que hacerlo para enseñarle. Hay que hacer lo que sea por aquellos a los que uno quiere. ¿No es cierto mi amor?
Scott se levantó de la silla y descorrió la pesada cortina que dividía el sótano dejando al descubierto una gran cama de matrimonio. Tumbada en ella, una mujer descansaba cubierta por una fina sábana de seda blanca.
- Ja ja, no seas tonta, ya verás como algún día me lo agradecerá. – Scott se sentó en la cama junto a la mujer. – La verdad es que me caía bien… Sí, puede que tengas razón, yo también creo que se parecía un poco a Bret.
Scott acarició el cuerpo de la joven pero el relleno de paja y algodón que había usado le daba una textura poco más que desagradable, como la de un espantapájaros. El viejo miró a su mujer a los ojos, unos ojos de cristal que apenas parecían reales y le propinó un beso en los labios.
- Yo también te quiero Rachel. Aunque eso ya lo sabes.

domingo, 8 de junio de 2008

1 Comment:

Anónimo said...

ME encanta tu blog. Una hisória muy buena, un poco larga, pero se me ha hecho corta. jeje.
Realmente ya tengo ganas de saber más acerca de este pueblo.

Sigue así.

 
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